El pequeño picor de garganta del jueves pasó a ser un inconsolable dolor de garganta en toda regla, con su congestión nasal, su picor de ojos, sus estornudos primaverales y su pecho constreñido. Caminé hasta la radio, haciendo del esfuerzo virtud, paré en el camino a comprar algo de ibuprofeno en una farmacia del Barrio de la Luz donde atendía Elia y me fui al micrófono con una entereza impagable.
A lo largo de la mañana, la cabeza subía y bajaba como una auténtica montaña rusa. Se enmarañó el programa a la mitad porque todos hablaban a la vez y yo no tenía capacidad para frenar los tiempos. Si tenía el volumen bajo no oía, y si lo tenía alto, reberberaban en mi cabeza sus voces como golpes que me tiraban los ojos hacia afuera. Una odisea. El programa acabó y Leo me acercó a casa. Había llamado a los papás, recién llegados a Ibiza, porque me acordaba de que lo habían hecho. Alejandro me contó también que se piraba a Sevilla - oh, horror, qué envidia - y yo moría por un tapeo de Santa Cruz mientras se me deshidrataban los ojos en concierto primaveril. Comí y dormí algo, poco, porque enseguida volvimos a la carga. Me duché, me vestí y en taxi acudí al CIM Benimaclet donde con Montse Català presentaba los Premis de les Lletres Falleres. Lo pasamos bien, escuchamos música, poemas, entregamos premios, reímos y me dejé llevar por mi tobogan de ibuprofenos, con la cabeza dando vueltas sobre mi cuello, como la niña del exorcista. Al acabar, con Manolón, me fui a la Virada: dos tapas y dos copas. Y nos fuimos a debatir a la falla sobre las fallas, algo que para mi cabeza fue pólvora. Al final, Borja y Lorena, con Lidya, Asier y Ainhoa, Adrián y Esther, Selu y yo mismo rematamos la noche en el Cyrano, al borde de la conversación. Y con otro taxi, y mi dolor de garganta me fui a dormir...
El sábado era día de boda: lluviosa por la mañana, cuando bajé al Moreno a tomar cortado con Amparo y Cristóbal. Acudimos a la mesa petitoria del cáncer, en González, como siempre. Y luego a la inauguración del parque de Payá, bajo un cielo plomizo insostenible. Se inauguró y nos fuimos, caminando, hasta la mesa del cáncer un rato más. Y de aquí me fui a casa, con un cansancio que me secuestraba. Comí y dormí algo. Me levanté embutido en mi cabeza dolorida, este constipado todo lo puede, me duché, decidí qué traje ponerme, que no fue tarea fácil, y salí al metro y de aquí a San Agustín donde se casaban Francesc y Montse.
Me encontré con Marcos, Blanca y Carol dentro de la iglesia. Con ellos pasé la ceremonia. Luego, en la calle, con Teresa, vestida de tules y gasas, de princesa dorada y gris tornazulada, sonriente y felícisima como megahermana del evento. Un festín. Nos fuimos, yo con más cansancio que ganas, en el autobús. Allí aprovechamos para ponernos al día, se nos unió Yolanda, y llegamos a La Cartuja, donde picoteamos. Buleo y yo, poniéndonos al día. Mascletà, vinos blancos y aperitivos. Cena, selectísima. Recordando tantas veces cuando poco después de la boda de Marta y José Luis, le dije a mi Teresón que el sitio era "relindo", que dirían los chéveres. Fue genial: aún recuerdo el postre de Kit Kat. Y luego, a la iglesia, ese templo laico blanco y aneonado, con altar de DJ, que se convierte en un refugio fuera de la realidad...
Vino Jorge, Isaac con José y otro amigo. Y allí nos fuimos juntando todos: unos y otros. En toda la noche hice más kilómetros al baño que al camino de Santiago ¡pardiez! y luego, al acabar, en bus, con risas, mi Maritere y Jorge, camino de Mislata. Nos dejó el autobús en la puerta de Payá, que fue como cerrar un ciclo, donde había comenzado el día; encontrándome a Urtiaga, al que había visto en el metro cuando iba a San Agustín; pasando por casa de los Sabater, con las flores que me regalaron Teresa e Isaac a cuestas, viendo clarear el cielo cuando ya era casi mañana... Llegué a la cama y aún whatsapeé algo. Con Manolín y con Tere, a la que desde la cama le enviaba fotos de una noche fantástica...
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