lunes, 13 de agosto de 2012
IBIZÁCORA IBICENCA: BORNEOS ENTRE ESTRELLAS FUGACES
Las nubes se quedan a la izquierda de la tierra en Porroig. Titanium rompe la tranquilidad de este último atardecer y me preocupo sólo de escribir las líneas de esta última entrada: Ibiza llega a su fin, la Ibiza de este 2012 en el que han ido sucediéndose cosas y momentos, importantes y destacados que me han hecho pensar en cuestiones mayores fuera de tiempo y lugar. La brisa ha dejado atrás el fuego incendiado, escribo con olor al mojito que apañan con fruición Pablo y Raúl, en nuestras últimas horas. La nube que era de un pastel anaranjado se ha hecho gris, de repente, y condena al perfil de las montañas a ser negras absolutas. Hay una bruma que lo contagia todo, hasta mi vida: con el mecer de las olas se acaba la travesía...
No he dejado de pensar en muchos momentos del viaje este décimo aniversario que ha supuesto mi romance con la isla blanca. Acabo en Porroig donde haremos la noche que ya empieza, pero si echo la vista atrás, me veo adolescente recordando Cala Tarida con amistades del pasado y sueños de futuro. Veo tantas y tantas experiencias. Recuerdo las bonitas y las menos bellas, porque todas me hicieron vivir. Pero las menos bellas son insignificantes, a fuerza de exceso las convertimos en anécdota, cuando ni eso podrían ser.Y de una manera sorprendente veo cómo se acaba este viaje a Ibiza sabiendo que se mueve Angelita con JP por las costas de la Tarida, después de haber pachangueado con Richard y Amparo, después de no poder haber quedado con Aurorita y Raquel (hermanas que no se lleva el tiempo) y de tantas y tantas cosas...
Llegamos a Porroig desde Sa Savina. A las seis nos caemos en una siesta nublada por proa, después de comer un arroz a la cubana contrarreloj. Veníamos zarpando desde Formentera, donde aprovechamos la mañana para hacer la compra, en nuestra línea, y reflotar el hielo. Tomamos una cocacola en el puerto de Formentera, mientras le escribía una postal a Edurne y veíamos los tenderetes de la isla. Poco más, un calor que achicharraba. Formentera, un secarral de arenas blancas y paredes azules tomada por los italianos. Un paraíso.
La noche anterior se nos cayeron encima las estrellas fugaces del cielo agostino. Brisa de tormenta, tapados por mantas y riéndonos, copa en mano, por el futuro que se divisaba en un cielo que empezó a deshacerse. Improvisamos una fiesta de disfraces de la nada, después de una cena servida entre conversaciones caladas de ayer y hoy. Cenamos tortilla de patatas cuando se había derretido la medianoche y seguimos en la proa viendo cómo nos pasaba la vida.
La tarde la dedicamos a la siesta que las nubes cubrieron de paz. El sol en proa era castigador, por eso cuando desde las seis de la tarde el cielo se vino a gris oscuro, el aire se convirtió en una fuga de deseos y me golpeaba con mayor virulencia. Siesta. Habíamos comido una fideuà sobre el vaivén de un mar transparente. Se cocían los fideos y nosotros mismos con un sol que arañaba y sin bornear cuanto apenas a orillas de S'Espalmador. Los motores habían sonado a las siete y media de la mañana. En unas dos horas llegamos al paraíso de orillas blancas: os lo contaba en la última entrada.
Ahora llega la despedida. Con sabor a mojito de madrugada en una cazuela, con las risas de Raquel y Pablo en la colchoneta de proa, con las canciones llenas de letra que pincha Raúl, con los silencios de Alicia, con el pelo despeinado de Laura, recién levantada, con Leo de un lado a otro sin parar... Ahora, que dejé la maleta ya medio preparada, toca romper la magia y regresar a la vida.
Me desperté antes de las ocho de la mañana y vi el sol amanecer frente a mí. Con la lluvia de estrellas de anoche, me quedé dormido en la proa, junto a Leo, sintiendo la humedad absoluta que todo lo llena y a todos los sitios llega, mirando caerse el cielo. Se incendiaba de vez en cuando alguna estrella fugaz e intentaba cazar un deseo al vuelo de sus estelas. Repetía uno de manera incesante, para que se encontrara en mitad del camino con la estrella que no llegó a arder. Recordé Casiopea el año pasado, fondeados en Cala Llonga, la noche de la tempestad e inevitablemente me fui al desierto de Nubra, la noche que toqué con las manos el cielo. Me dormí. Caí rendido por los ojos que me ganaron la batalla y no dije nada más.A mitad madrugada me desperté inquieto, sin saber qué hacía durmiendo al cielo raso: era el paraíso. Las luces de los barcos nos sirven de vigías y la mar es una balsa quieta y negra que apenas si suena al chocar contra la quilla del Nolan. Volví a dormirme enseguida. Tengo que organizar las maletas. El bajón que no apetece. Preparo planes para mañana y mi futuro se mece en las mismas aguas sobre las que escribo estas líneas. Volví a despertarme no serían las ocho de la mañana, el sol amenazaba con venirse arriba y bajo la manta holgazaneé un poco más para sentir la sensación de que el agua, mañana, no mecerá mi lecho.
Me voy de Ibiza. Esta tarde parte mi vuelo a las 19 horas camino de la vida. Y espero ver de aquí a un tiempo, si mis días han navegado con viento de Levante... Feliz mañana.
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