Se cayó el sol contra un colchón de nubes naranjas y un manto de espumas bravas. Atardeció, por completo. Y seguíamos pegados a la baranda haciendo fotos, con el recuerdo de Sabina en las retinas, aún vivo, y la noticia de que había muerto Chavela Vargas. Se hizo tan rápido de noche como fuerte llegó el viento y nos quedamos condenados en mitad de la bahía sintiendo el vaivén que no cesa nunca del mar. Me gusta más decir la mar que el mar (apunte que no viene a cuento).
Como nos quedamos sin zodiac, recordaréis, no llegamos a tierra si no es a través de la firmeza de los fingers, de los pantalanes: alcanzamos primero la gasolinera. Mientras Leo, Raúl, Pablo y Luis se quedaban arreglando algo más el Nolan, me fui con las chicas de la tripulación a comprar y cargar bolsas. Pasamos por el Hiper Centro, la misma tienda del año anterior, con la misma ausencia de aire acondicionado y luego nos vinimos a descargar al barco. Había llegado a tierra con Terenci Moix, a quien abandoné hasta hoy que si apenas he hablado con él. Deshicimos la compra y nos fuimos Pablo y yo a devolver el carro. A la vuelta, nos quedamos en la terracita del Naútico, con una copa de vino blanco. Llegaron primero Raquel y Laura, Leo y Raúl al rato, cuando ya se habían unido Gueguel y Luis. Nos tomamos una y volvimos al pantalán. Abrimos otras botellas de vino blanco y cocinamos unas patatas rellenas de bacon, "pà pagés amb mallorquina" y unos rollitos de queso y salmón. El sol pegaba con injusticia contra los lomos de la nave, mientras en el comedor, era una fiesta. Nos sentamos alrededor de la mesa y comimos, con más sol si cabe. Vino blanco y un chapuzón. Cuando caí a la mar salada, mi cansancio se deshizo como arcilla y se hundió en el mar. En la mar. Me fui a proa y me dormí, al lado de dos cañas de pescar. Me desperté, Laura dormía de cara al sol. Me dí media vuelta y seguimos durmiendo hasta que oímos a Ali comandar el atraque con Leo. Nos despertamos y cruzamos el naútico hasta llegar al D47. Delta 47. Atracamos, nos cambiamos, nos duchamos - una vez más con agua dulce, bendita nuestra fortuna - y nos fuimos a por un taxi que nos llevara al Bora Bora. Llegamos tarde, pasadas las diez y media: no había tanta gente como en otras ocasiones y los aviones ya no llegan a la isla, ves pasar los que se van. Bebimos alrededor de unas tumbonas, en mitad de la oscuridad y cenando unas papas y unos gusanitos. Gueguel rompió su sandalia y tuvo que comprar otras, Raúl disparaba contra nuestra ausencia de dinero, Leo aún hizo alguna compra más a base de hielos y deshielos, mientras Laura, Raquel, Pablo y yo esperábamos en las tumbonas hablando de lo más humano y de lo menos divino. La noche lo encerraba todo, menos un foco blanco que apuntaba sin temor. Y así, con una inglesa moribunda sobre la arena, los ecos lejanos de la música machacona y en un ir y venir de personas que aparecían y desaparecían se nos fue la noche. Quisimos cenar, lo hicimos en un bar de la avenida de las luces que surge paralela a En Bossa. Pizza bolognesa y una hamburguesa compartidas. Taxi de Burgos y de vuelta a casa: me hubiera dormido si no fuese por la velocidad de vértigo con que condujo hasta Sant Antoni. Camino al Nolan y me acuesto en el sofá. Fuera, en la bañera, hablan y ríen a carcajadas. Los mosquitos, dentro, hacen su agosto con mi angosto cansancio. Quiero dormirme, me pican los pies por las picaduras, me giro a un lado y otro, quisiera dormirme y no lo consigo. Afuera se deshace la junta. Y se cae la noche. Me despierta Ali cantando: "estaba aburrida", me dice. Tenemos que cambiarnos de amarre. Nos dan el D30. La mañana se pierde en el Nolan mientras unos nos duchamos y otros desayunan, finalmente nos quedaremos en tierra firme. El mar se bate afuera. La mar. Creo que el destino es Cala Salada...
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