miércoles, 8 de agosto de 2012

BITÁCORA IBICENCA: LA NOCHE DEL INSOMNIO QUE SABÍA A SAL

Nos perdimos la mañana en el Nolan, que sigue atracado, como medio país, en Es Nàutic de Sant Antoni. De lejos los enjambres de fincas si apenas parecen el hervidero anglosajón y germano de alcoholes y sexos ímplícitos que es la localidad. El Café del Mar le da la espalda a la ciudad justo donde los paracaídas sobrevuelan los atardeceres y nosotros, a merced de la mar, nos mecemos por momentos sobre balsas de aceites con olor a sal y por otros, cuando descargan los buques de Balearia, batidos contra nuestro propio suelo. Estuvimos preparando la comida, a base de latas y panes, atunes y olivas, papas, galletas y pistachos. Los escarpines que sobrevivieron al robo, las paletas sin pelotas, los libros que se abren poco y la nevera que se despobla de manera vertiginosa. Nos cogimos unos taxis y nos fuimos a Cala Salada. Ocupamos un hueco, el hueco, que quedaba libre entre los bronceadores, las tangas, los músculos y los acentos. Un auténtico enjambre (y van dos) de hervidero playero, entre sombrillas de pago y pinos que empiezan ya su otoño.

Se me ocurrió en esta cala, donde la Casa Rosada lo controla todo, el comenzar a escribir una historia que pinta bien. Pensé, con las piernas metidas en remojo, agua fría y sal de mar, fotografiar mentalmente todo para ir contando los detalles en un futuro libro. Y así, me quedé con la abuelita catalana que cuidaba de sus dos nietas, Laura y Julia, mientras la madre descansaba a la orilla. Reocrdé las gaviotas surcando a ras de mar mientras los pececillos, casi invisibles, mimetizados con el color arena de la arena, mordían heridas y pielecillas con que alimentarse parasitariamente. Los techados donde se guardan las barcas, cubiertos por una capa arcillosa de lodo que se cayó desde la montaña. El mar al fondo, la mar, cubierta por castigo de barcos y de barcas. El bar repartiendo hielo a discrección. Y el calor, absoluto, que remarcaba aquellas partes del cuerpo que no cubría la sombrilla...

Ali y yo nos dimos a la fuga antes de caer abrasados. Llamamos desde el bar a la caza de un taxi. Subimos la empinada escalinada surcada de cementos y maderas sobre la ladera y alcanzamos el aparcamiento donde nos recogió el 106. Llegamos al Naútico, la Marina, y al entrar Ali decidió que tomásemos algo antes de la siesta. Se tomó tres tequilas: uno por las seis de la tarde, otro por el sueño y otro por las esperanzas. Yo, mientras, paladeé un ron con cola servido sobre las copas que el mar deshiela a golpe de humedad. Nos fuimos al Nolan y me atardeció en proa.

Sigo escuchando a Sabina, que es como un trobador de este siglo XXI, problemático y febril que nos ha tocado vivir, que diría Cambalache. Luis y Gueguel se fueron al Café del Mar. Nosotros nos quedamos instalados en el colchón de proa con una improvisada mesa de aperitivos y hielos. Vino Quique Ginés con la familia y yo salí a la terraza del naútico a tomar un vino blanco y unas olivas con Luis y Gueguel. Cuando regresamos, Pablo apuraba una copa mientras finiquitaba la paella. Nos la comimos alrededor de la calma y nos fuimos a dormir, absolutamente reventados. Me dormí bajo el ataque de los mosquitos y el insomnio me despertó a las 4.44. Anduve una hora por twitter leyendo algo y escribí que "cuando el insomnio te golpea de madrugada sin que lo provoque nada ni nadie es que realmente estás de vacaciones". Y me dormí.

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