Nathan vivía en su pequeña isla. Una isla casi salvaje, de verdes y tupidas vegetaciones, extensas playas y un mar tan paradísiaco o más que aquel lejano islote abandonado de la fortuna de Dios. Nathan se levantaba temprano, veía amanecer, salir el sol por detrás de los riscos afilados que apuntaban al cielo. Primero todo cubierto de un violeta triste, al rato un naranja fuerte y sano, luego un azul, cada vez más intenso y roto tan sólo por algunas nubes blancas que volaban velozmente de un lado a otro de aquella inmensidad. Todo era placentero, abrumadoramente placentero. La quietud, la paz, un sosiego equilibrado y continuo acompañaban al pequeño pescador cada uno de los días de su vida. Los días de tormenta eran los menos, eran duros, agresivos, fuertes... Pero al tiempo, pasadas las lluvias, de nuevo la calma reinaba en los días y la noche de Nathan... Una madrugada, un golpe le despertó. Cogió la antorcha que se erguía cerca de su cabaña y anduvo oteando alrededor, buscando qué era aquello que había escuchado. Aquel ruido en mitad de la noche. De repente, vio su barca suelta, batirse a dos metros apenas alejada de la orilla, rasgando el mar en dos. Corrió asustado, notando como su mundo se tambaleaba al ver cómo se perdía la barca en mitad del mar, bajo la oscuridad de la noche. Corrió hacia la orilla, chapoteó fuertemente y noto como el agua cada vez fue cubriéndole más hasta que alcanzó la barca. Le embistió con fuerza el mar, le golpeó en la cabeza y, antes de perder la conciencia, notó como su atlético cuerpo se hundía en las aguas que aquella misma mañana le habían parecido tan tranquilas y, poco a poco, perdía la respiración... Cuando despertó, su cuerpo se calentaba bajo los rayos del sol. El mar había vuelto a su quietud habitual. Se trasparentaba el agua cristalinamente y dejaba entrever la arena de la playa. Se apoyó en la proa, miró a diestro y siniestro sin saber bien cómo había sobrevivido a su lucha a muerte contra el mar, alzó la vista y vio su isla enfrente. Tan tranquila como siempre, con su verde vegetación y la playa inmensa. Se quedó mudo, pensativo. Disfrutando de aquella lírica imagen, de aquel entorno envidiable en el que había aprendido a pescar y a vivir. Estuvo un buen rato contemplando la belleza de aquel paraíso, apremiado por la suerte de contemplar aquella escena tan bella. Nathan tomó los remos, giró su barca y dejó el paraíso atrás para siempre. Nathan estaba convencido de que el paraíso, lo tenía aún por delante...
miércoles, 22 de octubre de 2008
LA BARCA DE NATHAN
Nathan vivía en su pequeña isla. Una isla casi salvaje, de verdes y tupidas vegetaciones, extensas playas y un mar tan paradísiaco o más que aquel lejano islote abandonado de la fortuna de Dios. Nathan se levantaba temprano, veía amanecer, salir el sol por detrás de los riscos afilados que apuntaban al cielo. Primero todo cubierto de un violeta triste, al rato un naranja fuerte y sano, luego un azul, cada vez más intenso y roto tan sólo por algunas nubes blancas que volaban velozmente de un lado a otro de aquella inmensidad. Todo era placentero, abrumadoramente placentero. La quietud, la paz, un sosiego equilibrado y continuo acompañaban al pequeño pescador cada uno de los días de su vida. Los días de tormenta eran los menos, eran duros, agresivos, fuertes... Pero al tiempo, pasadas las lluvias, de nuevo la calma reinaba en los días y la noche de Nathan... Una madrugada, un golpe le despertó. Cogió la antorcha que se erguía cerca de su cabaña y anduvo oteando alrededor, buscando qué era aquello que había escuchado. Aquel ruido en mitad de la noche. De repente, vio su barca suelta, batirse a dos metros apenas alejada de la orilla, rasgando el mar en dos. Corrió asustado, notando como su mundo se tambaleaba al ver cómo se perdía la barca en mitad del mar, bajo la oscuridad de la noche. Corrió hacia la orilla, chapoteó fuertemente y noto como el agua cada vez fue cubriéndole más hasta que alcanzó la barca. Le embistió con fuerza el mar, le golpeó en la cabeza y, antes de perder la conciencia, notó como su atlético cuerpo se hundía en las aguas que aquella misma mañana le habían parecido tan tranquilas y, poco a poco, perdía la respiración... Cuando despertó, su cuerpo se calentaba bajo los rayos del sol. El mar había vuelto a su quietud habitual. Se trasparentaba el agua cristalinamente y dejaba entrever la arena de la playa. Se apoyó en la proa, miró a diestro y siniestro sin saber bien cómo había sobrevivido a su lucha a muerte contra el mar, alzó la vista y vio su isla enfrente. Tan tranquila como siempre, con su verde vegetación y la playa inmensa. Se quedó mudo, pensativo. Disfrutando de aquella lírica imagen, de aquel entorno envidiable en el que había aprendido a pescar y a vivir. Estuvo un buen rato contemplando la belleza de aquel paraíso, apremiado por la suerte de contemplar aquella escena tan bella. Nathan tomó los remos, giró su barca y dejó el paraíso atrás para siempre. Nathan estaba convencido de que el paraíso, lo tenía aún por delante...
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1 comentario:
Me ha encantado!!! Sigo enganchada a tus hojas perdidas....entre todos las encontraremos...
Besicos
Nuki
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