martes, 16 de diciembre de 2008

MUERTE EN LA PLAZA



Las cinco de la tarde. El sol cae con justicia sobre la plaza. Sombra en la mitad, y un calor asfixiante que lo muele todo. Dolor de muerte, sabor a sangre. Dolor animal. En la plaza todo es silencio. Los murmullos más insignificantes se convierten en una oleada de griterío. El populacho clama, pañuelo en mano. Parece que el mundo se rindiera.

Cojo el capote fuerte, asido con la diestra y en la siniestra un estoque siniestro de fría empuñadura. Ahora todo es silencio. Y el calor sigue ahogándome en mitad del coso. La arena batida parece humedecida por el poniente y mis pies arden en unas manoletinas que quisieran volar. Todo el mundo observa impaciente la muerte de uno de los dos. Y yo, con el capote en la diestra, suspiro en silencio y me encomiendo a los mil santos. Y alguna virgen. Mi altar particular antes del sacrificio último...

Una verónica. El tendido clama, brama. Como el toro que tengo en frente. Un animal semiherido por mil y una saetas, clavadas dentro de su dura piel. El cansancio lo puede todo. El del toro y el mío mismo. Calor. Asfixia. Dolor. Olor a muerte...

Enarbolo mi estoque, apunto a su testa y entro a por el toro mientras él entra a por mí...

Las cinco de la tarde. El sol cae con justicia. Muerte en la plaza.

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