domingo, 26 de julio de 2015

LA ÚNICA TORMENTA DE ARENA DE MI VIDA



Nunca, nada de lo que intentamos explicar, es fácil, pero aún más complicado todo aquellos que solo vivimos una vez: así fue como nos enfrentamos a la única tormenta de arena de mi vida.

Atravesamos el Khardung La desde Leh, cruzando antes el valle del Shyok y el río que lleva el mismo nombre. La distancia de lo vivido borra, de una manera brutal y violenta, los recuerdos. Es inevitable. Pero algunos, también, sí, perduran en el paso inagotable del tiempo. El puesto del control militar, por ejemplo, lo recuerdo con aquellos hombres armados como la sensación real, palpable, de la lejanía absoluta que tenía de mi casa y de mi cama. A las puertas del Khardung La -  el paso de montaña que crece a casi 5400 metros sobre el nivel del mar -, creíamos que la odisea era el pase militar que nos permitía alcanzar las dunas - aquellas que se esconden entre montañas de picos nevados -. Pero sin embargo, la imagen de aquel coche pendiente de una ladera de caída infinita, con las ruedas afuera, a punto de despeñarse por un desfiladero imposible, encuentran mayor luz entre tanta nieve y niebla.

No llevábamos gran ropa de abrigo. Así que, ante el déspota frío, optamos por acurrucarnos dentro del coche en nuestros sacos de dormir, siendo más útil que incómodo, pero cubriéndonos al fin. Y al cabo. Ahora recuerdo que fueron tres dias en el Valle de Nubra, viviendo una de las experiencias más hermosas de mi vida... Y así, la naturaleza se empeñó en regalarnos cada milímetro de experiencia durante setenta y dos horas únicas. Bueno, la verdad es que todas las horas son únicas en la vida; aunque nos empeñemos en no darnos por enterados.

En cualquier caso, emprendimos marcha a Nubra cruzando el puerto de montaña más alto del mundo y lo alcanzamos, como escribí hace años, "rozando el cielo y las nubes, empujados por la niebla y acompanyados por la nieve...". Escribía sin eñes porque en la India, como otras tantas cosas, esta letra no existe.

Por momentos, la falta de oxígeno le daba un mayor halo de misticidad a la travesía y las consecuencias del mal de altura se cebaban sin discrección. Puede que algún día os cuente la noche en que lo sufrí con mayor crudeza y que recuerdo como la peor de mi vida. Sin embargo, al llegar al valle, la odisea de alcanzarlo - unas seis horas para poco menos de doscientos kilómetros - se diluyó ante la magna belleza de un paraíso perdido y encontrado. Aquello era inexplicable. Un edén.

Nunca, absolutamente nunca, sabré explicar esa belleza. Y mucho menos la de sus noches, cuando las estrellas fugaces cruzan volátiles sobre el Himalaya mirando a la derecha la frontera con el Tibet y a la izquierda, Paquistán. Alla, al frente, Estambul... que diría el poeta.  Antes de que el sol cayera por completo, mientras convertía cada pared de piedra en un celestial mosaico de colores, el viento comenzó a soplar. Y sentimos primero un grano de arena, al rato otro, y unos cuantos más que les siguieron... Fue bajando el sol con la misma velocidad que se pusieron en marcha las nubes, esponjosas y con formas bien parecidas. Y tal y como fue oscureciendo, la vehemencia del viento fue mayor, hasta que empezaron a desprenderse millones de granos de arena de sus dunas disparándose contra nosotros como auténticos proyectiles. Pasó de cero a una intensidad total en lo que se dice un abrir y cerrar de ojos. Pero no los abrimos. Era imposible.

Igual de inenarrable que fue aquella imagen, lo fue la sensación de la arena clavándose contra la espalda y las piernas desnudas cuando, por temor a cualquier daño, nos dimos la vuelta ante la tormenta. En la lejanía se adivinaba la arena volando hacia el fondo del desfiladero, como si quisiera toda la arena escapar del valle por aquellas montañas que nos habían servido de entrada. Y lo hacía cada vez más fuerte. El sol acabó por despedirse y llegó la calma. Fue inmediato. Una y otra cosa. La oscuridad y el cese de la tormenta. Abrí los ojos. Me encontré con mis pies enterrados en una arena que vino de lejos y frente a una montaña inmensa que me multiplicaba por siete mil. La arena calló. Y en su silencio, se vino nuevamente sobre las dunas. El cielo se pobló de estrellas. Y allí, en el techo del mundo, todo se hizo mudo. Dejamos caer nuestros cuerpos sobre aquella arena, ahora mansa. Y mirando al cielo, empezamos a pensar...


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