lunes, 27 de julio de 2015

HISTORIA DE AMOR DE FERNANDA Y JOÃO


Fernanda tenía más años que una silla vieja el día en que dejó de amar.

Se recordaba de niña, al borde de la Alfama, adivinando hasta cuanto de lejos alcanzaría el mar incesante; prendida del cielo, agarrada a la oxidada baranda de su balcón. Fernanda contaba más días soleados que jornadas sin pensar en João. A él le vio por vez primera, siendo niños, bajando las escaleras de Santa Luzia. Y ella, una niña de piel oscura y de ojos vivos, se prendó del muchacho. Su piel era más blanca, sus pestañas alcanzaban dimensiones desconocidas. Sus ojos verdes eran infinitos. El segundo en que la miraron en el viejo mirador fue suficiente para recordar siempre su brillo.

Fernanda despertaba cada mañana recordando la luz de la mirada de João, que ni el paso del tiempo apagó. Se acercaba al balcón y al abrir sus puertas, sus brazos temblorosos se estremecían pensando cuánto tiempo le quedaba al muchacho para pasar por debajo de su balcón, dirección a la Rua das Flores. Día tras día. De vez en cuando, el muchacho le miraba y bajaba enseguida sus ojos al suelo, para seguir con las manos dentro de los bolsillos, calle abajo.

A las sombras de San Jorge, la vida le fue pasando entre calles que lloran por fados y saben a bacalao. Pero Fernanda acudía cada día a su cita, cada mañana. Y siempre con los mismos nervios. Cuando el muchacho cruzaba la calle, ella creía morir. El tiempo se detenía de una manera adolescente, y entonces, ni el mar sonaba ni las gaviotas volaban. Solo la calle y el caminante...

Y cuando desaparecía, Fernanda empezaba a contar los desvelos y tiempos hasta que el muchacho volviera a aparecer. A los años, João se hizo a la mar. Y entonces, las mañanas se perdían entre meses que los pesqueros faenaban en alta mar o en países lejanos donde ella le imaginaba. Aún así, cada mañana, Fernanda, recogía su pelo en un moño alto, rasgaba con un chirrido el balcón y dejaba que el Tejo le inundara el alma pensando en ver de nuevo al hombre. ¡Qué frías eran las mañanas nubladas de ausencia!

Cuando meses después aparecía, con las manos en los bolsillos, João, sin sonrisa y silbando, calle abajo, siempre solo, algo inundaba a Fernanda por dentro de nuevo. Él agachaba la cabeza, mirando al suelo con los pasos de siempre. Ella, que le miraba desde lejos, rompía el silencio al cerrar el balcón. Y a esperar que la noche fuera más corta para que volviera a nacer el día siguiente... Soñando que llegaría el momento que  aquellos ojos verdes de Santa Luzia volverían a cruzarse con los de ella.

Se prometió dejar de sufrir aquel amor que le asfixiaba entre silencios. Y dijo que no volvería a abrir el balcón, ni a recordar los ojos verdes, ni a pensar en aquel nombre que le sabía dulce... Y cada día se empeñaba en cumplir su palabra. Dejó de abrir el balcón, pero se acercaba a la ventana. Intentaba no pensar en la mirada de Santa Luzia, pero al cerrar sus ojos le aparecían siempre los de él,... Quiso borrar su nombre porque nunca fue capaz de levantar la mirada del suelo y buscarla a ella, en su balcón, como tantas veces lo había deseado Fernanda...

Una mañana João no bajó por la calle y ella comenzó a llorar. No era una mañana como otra cualquiera. Su corazón no dejaba al niño de los ojos verdes lanzando redes al otro lado del océano. Su alma se llenó de sal. Y al imaginar su mirada verde, entre lágrimas, cobraban mayor brillo los ojos del que un día fue un muchacho . Cerró las puertas. Las ventanas. Siguió llorando y sentada sobre una silla de madera, tejida con cuerdas secas, decidió que nunca más pensaría en él. El dolor la mataba.

Pasaron horas hasta que dejó de ver sus ojos mirándola. Y dejó de llorar cuando ya no tenía con que hacerlo. Abrió las puertas del balcón. Y la humedad del Tejo lo invadió todo... hasta la oscuridad de la casa.

Era el 14 de octubre de 1994. Era el día en que Fernanda dejó de amar.

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