lunes, 2 de septiembre de 2013

NUEVAS RUTAS


Primero un paso. Y al rato otro. Y luego dos más a los que siguieron una eternidad. Me postré en mitad del camino, con los pies juntos, y la mirada perdida oteando el horizonte donde la nada misma se perdía y entremezclaba con todo aquello que me quedaba por ver. Me paré, conté las nubes que surcaban el cielo de un lado a otro, sobreponiéndose las unas sobre las otras, dejando el cielo enmarañado entre un sinfín de grises oscuros. Abajo, la poca luz que se rompía al clarear, rasgando el cielo en pequeñas heridas, las piedras esperaban que ocurriese algo. Y en medio, el alquitrán de la marcha, emprendía una línea recta, interminable e infinita, que parecía quebrarse a lo lejos. Allí, donde se adivinaban praderas verdes, fuera de este desierto que me acompañaba, el agua se intuía en un riachuelo fresco, lleno de vida. El sonido de su paso contra las rocas siempre mojadas, cubiertas de un fino musgo, acompañaba como música celestial a la luz que lo inundaba todo. 

Y yo, erguido en mitad del camino, viendo a un lado y otro las marismas de la muerte que se adivinaban sobre la tierra, miraba hacia aquel punto final del que nacía este camino de perspectivas dispersas. Tímido, dejé mis manos en los bolsillos, encorvando el principio de la espalda sobre mis hombros. Respiré hondo y pensé: hoy es un buen día para emprender este nuevo camino. Y decidí que podía elegir, que ya es decidir mucho, entre sentarme al borde de la carretera o emprender los pasos. Me sentí entumecido, como si los huesos dolieran a las sombra de una luna llena. Más que por cansancio o fatiga, el paso se frenó por dejadez absoluta. Y porque llegó un momento que andando por inercia me ví aquí. Cuando levanté la vista, fui capaz de comprender que la vida me había puesto al principio de un nuevo camino. Y el reto, que estaba por delante, no necesitaba solo de mi empuje, también de mi cabeza, cuyos latidos sonaban huecos, vacíos... Inertes.

Dí un paso. Y al rato, otro. Y sentí romperse el cuerpo por la mitad, y cada una de las mitades se quebraron en dos más. Y al rato, de nuevo, por medio, cayeron dos nuevos trozos. Y tuve miedo de seguir caminando por si, en poco o en nada, me volaba más pequeño que el polvo o la arena del camino. Pero al dar el siguiente paso, mis partes quebradas fueron creciendo, y se completaron de una manera maravillosa que pude ver porque el cielo se abría. Y cada paso, una ralla del cielo raspaba sobre las nubes y dejaba que el sol se colase, convirtiendo aquel desierto oscuro en un valle de verdes imposibles. Y con otro paso, un nuevo rasguño. Y otro más. Y así el paseo fue quebrando el cielo, que se abría ante mí, como una cortina cargada de futuro. El suelo desértico se convirtió en valle. El agua cubrió sendas nuevas, haciendo brotar un río donde solo había oscuridad. Y su cántico, rompiendo las rocas, se asemejaba al de las aves que lo invadieron todo. Mi paso cada vez fue más firme, más sereno, más tranquilo... Y miré hacía atrás, tan sólo para ver la oscura senda que abandonaba. Pero aquella, lejos de estar entre foscores, se adivinaba también llena de vida. Mientras mis pies, casi ya al galope, seguían caminando por una nueva ruta que se abría en mi vida...

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