lunes, 9 de septiembre de 2013

VOLVER AL COLE


Puede que todos los inicios de cole fueran nublados, es probable.

Es probable que todos aquellos lunes en los que cargaba la mochila con un año más, el sol no saliera, porque recuerdo mi caminar sin fatigas, ilusionado, contento... Sin calor que agobiara. Igual mi recuerdo confunde la hora de la mañana a la que empezaba la vida... Nunca entendí a quienes se quejaban de la vuelta al cole o del primer día de escuela, o como se quisiera llamar. Para mí, volver al cole, era volver a la vida. Dejar atrás las horas movidas del verano, ilusionante en aquel pequeño pueblo que aún llevo en el corazón, con sus fuentes y sus árboles, y sus caminos secretos, que olían a perderse por el mundo. Pero volver al cole, era reencontrarse con los amigos, ver cómo habían cambiado, cómo nos miraban... Volver al cole era contar cuando te habías caído del columpio y te habían llenado el pantalón de rodilleras. De narrar de la manera más épica cómo escalabas aquella tapia de tres metros que parecía un Everest y medio... De decir, que te habías enamorado, en noches de verano, con chaqueta y pantalón corto, zapato negro y calcetín blanco... Y recordar las flores que habías cortado del campo para llevar a la puerta, con la noche como cómplice de todo amor... Contar como con un clavo oxidado habías grabado en la corteza del árbol un corazón y unas iniciales, pensando que algún día, aquellas letras, no las vería nadie más que las dos personas que se juraban amor... Como si fuera el único árbol del mundo, y al tiempo, invisible para todos los demás que pasaban el verano alrededor... Volver al cole, era regresar con el pelo repeinado, caído contra la cabeza por la fuerza de una colonia fresca que olía a limón. Y, vivo, con la mirada puesta en el cielo, pensando que eras la persona más grande del mundo, que te sentías fuerte, porque la ilusión y las ganas, en los pies, te hacían correr hacia aquella puerta inmensa, de hierro verde, que separaba la vida de la escuela de la calle, donde las tardes se iban jugando a la pelota o compartiendo un bocadillo de Nocilla...

Recuerdo la tarde previa forrando los libros sobre la mesa del comedor, con papá al lado y un capazo de paciencia. Recuerdo ojear, ávido, el libro, hojeando veloz de atrás alante, tantas letras y dibujos que iba a aprender... Y lo recuerdo con cariño, olvidando si pesaba mucho o nada aquella mochila repleta de libretas nuevas, de una raya o de dos, que me invitaban a dejar letras y más letras, una detrás de otra, sobre sus hojas inmaculadas... El estuche metálico, con el sacapuntas de hierro. Los bolis, de tres colores y un lápiz, amarillo y rayado en negro, que olía a paraíso cuando le sacabas punta, en la papelera de aquella esquina, donde ibas a la par que otro compañero para contarle la vida, en voz baja, hasta que el maestro te llamara la atención... Recuerdo las colas en el patio, las sirenas dulces de bienvenida y de adiós, los amigos abrazados de nuevo, y los nuevos que venían al cole con sus miedos y sus ilusiones... Y así nos iba pasando la vida, en un pupitre y una pizarra, y tres ventanas por las que mirar al cielo cuando ir al colegio se convertía en una monotonía... Y desde allí, sentado, miraba a las fachadas de enfrente, y luego a los terrados,  así subiendo al cielo, mirar las nubes y seguir volando... Con las frágiles alas de un niño, que quería echar a volar...

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