viernes, 6 de septiembre de 2013
SERENO
Me tumbé en la orilla, rocosa, sintiendo clavarse cada piedra contra mi cuerpo. Lo hice contra el suelo, apoyando la cara doblada en su gesto hacia el agua que caía desde la lejana cascada y que, algo más mansa, pasaba por mi lado. El oído derecho hacia el cielo, recogía el baile de la hojarasca a unos cuantos metros de altura, perdidos entre las copas de los verdes árboles, que un viento ligero e incansable, no cesaba de tocar, como una partitura afinada y lenta. Sobre mis hombros cayó la carga de la vida, sobre mi espalda el cansancio del camino, sobre mis piernas las horas paseadas y los pies desnudos, se enfrentaban a un suelo de piedras redondeadas, manchadas por el musgo y con un refrescante tacto a vida pasada.
Me quedé mirando, a ras de suelo, con algunas rocas nublándome el horizonte, la belleza indescriptible de aquella serenidad absoluta. Y sentí el corazón salirse por el pecho para batallar contra las rocas que se calentaban bajo mi cuerpo. Caía la tarde, el sol si apenas convertía el cielo en un manto naranja a ratos, violeta, por otros, que se prestaba a ser el más mudo de los testigos. El fresco empezaba a recorrer el cuerpo, y las paredes de las laderas, que bajaban hasta la guarida de mi alma, se enredaban en verdes de mil colores y bailaban contra hojas de otoño de mil y un marrones distintos.
Y sentí una paz exquisita. En un silencio absoluto, con la sola compañía de un agua, incesante, tranquila, pero en continuo movimiento que me invitó a reflexionar sobre como todo va pasando... Así, pasando, haciéndose y deshaciéndose, tejiendo y volviendo a tejer, como una tela de araña infinita sobre la que van cayendo nuestras intenciones, nuestros desvelos, nuestras motivaciones, nuestras ausencias... Así, día a día, minuto a minuto, segundo a segundo... El tiempo se detuvo. Miré hacia el cielo, que había mudado de nuevo, y me sentí tranquilo. Sereno. Fue suficiente. Fui capaz de regresar a aquél rincón escondido del mundo, del que nunca hablé, y sentir que mi corazón se apaciguaba. Latía con calma, con una serenidad, que solo tenían las hojas que danzaban arriba, llegando al cielo... Y sereno, me dormí.
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