La lluvia lo inundó todo. Y dejó el cielo cubierto de un gris, plomizo se dice, que dejaba escondido el sol. Ese sol que me acompañó todos estos días en los que mis caminos fueron otros, mis cielos diferentes, mis suspiros también distintos... Y con la compañía de su caída incesante, aquella que descubrí bajo el balcón, mirando al infinito, comencé de nuevo la vida más por inercia que por voluntades...
Así nos manejamos a veces en la vida. Cuando llueve y cuando no. De una manera que sin traer riesgos, es muy peligrosa: por inercias y no por aquello que realmente queremos. Y como me dí cuenta de ello ahora, que aún no es tarde, salté a la calle y soplé al cielo, para que se deshiciera un hueco entre las nubes como hielo que se deshiela. Entró un foco de sol, radiando con una energía inusitada, pero sin quemar nada, y me alumbró sentado sobre la acera, esperando a que cayeran de los árboles algunas hojas sobre las que escribir mis voluntades...
En la vida, mejor o peor, hemos de ser capaces de conducir nuestros pasos. De tomar decisiones. De escribir nuestros planes, aunque sea en el aire para que se los lleve el viento. Pero es importantísimo que seamos valientes y decidamos. Y elijamos. Y queramos.
Por alguna extraña razón, ha llegado un momento en la vida que ésto, lo más básico, querer, ha desaparecido. El deseo, el anhelo, la apetencia, se han disuelto entre el agua de la lluvia contra el cemento por el que caminan nuestros pasos y, sin darnos cuenta, hemos dejado de pretender, de soñar, de volar,... Nos hemos acurrucado mientras llueve, evitando la tormenta, pensando que su agua nos marchita, cuando nos da vida en realidad. Y nos hemos dejado arrastrar por la costumbre sin hacer nada en contra de sus pasos baldíos... Yo, hoy, bajo la lluvia, esta lluvia que regresó a mí, he decidido soplar al cielo y empezar a escribir en verso todo lo que desde hoy quiero...
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