viernes, 13 de febrero de 2009
AGUAMARINA
Aguamarina se sentaba cada mañana al borde del precipio. Desde pequeña había tenido la costumbre de apoyarse sobre los riscos de la orilla donde se batía el mar y contaba las olas que se convertían en un baile de espumas blancas y gaseosas. Le llama la atención ver como, con el día, iba el cielo cambiando sus colores y quedaba todo invadido por una amalgama de colores de belleza indescriptible. A días se acompañaba de libros, algún otro de música o de algo de comida. Aguamarina había ido creciendo con una soledad que le acompañaba en todos los momentos, que ella disfrutaba tanto. Por horas se quedaba sentada frente al mar y se sentía muy afortunada por disfrutar, como una espectadora de lujo, de un espectáculo tan impresionante como aquél que le regalaba la vida. Aguamarina se sentía profundamente afortunada. Y, de tanto en tanto, en sus cartas, escribía que existe un mar, de colores maravillosos, que se extiende bajo sus pies, allí abajo junto a las últimas rocas del precipicio, que llega hasta el infinito. El infinito...
Aguamaria se sentó como todas las mañanas al borde del precipicio. Alzó la mirada, casi cegada por el sol, y vio como el mar volvía a su baile de espumas blancas... Respiró. Apoyó sus manos sobre la roca. Y miró al horizonte...
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