A las dos de la mañana la lluvia se apoderó de la Patacona y deshicimos nuestra mesa escampando las sillas bajo el agua. Nos despedimos ya totalmente mojados y Jose y Ana me acercaron al Náutico. Leo estaba despierto haciendo señales de luz para que localizara el Nolan y crucé el pantalán, con la maleta en la mano, de la misma e igual manera que un concursante entra en Gran Hermano. Al final mi semana fue un batiburrillo de momentos desorganizados, contrarreloj sobre todo el viernes, con lo que llegar al barco fue casi más una casilla final de partida que un inicio de nada. Nos acostamos tarde y a las cuatro sonó el despertador: nos pusimos manos a la obra con la oscuridad única por compañera de viaje. Zarpamos. A Ibiza, a la aventura, a los sueños, a la esperanza, a la recarga de energías con que la isla blanca empuja siempre. A mitad camino llegó la tormenta. Primero desde la lejanía absoluta en tímidos relámpagos que caían sobre la mar. Fue inevitable que pensara en mi madre: su sueño siempre ha sido ver una tormenta en el mar. Leo avisó: en nada la tenemos encima. Y así fue. Un espectáculo de belleza increíble. El agua batiéndose con exceso de euforia contra el Nolan. Un mar negro, como de gasolina, como de agua de día que comienza, negra absoluta se peleó sin fortuna contra nuestro barco. Y al tiempo, tras la leonina victoria, un rayo de sol lo inundó todo. Me hice al sueño sin darme cuenta porque el cuerpo andaba destemplado y de repente, desperté. Subí a la azotea y divisamos las rocas ya cercanas. La travesía estaba a punto de finalizar y tomamos rumbo a Sant Miquel para fondear. Enseguida se nos hicieron las tres y las cuatro, las cinco y las seis… Nos hicimos unos “refresquets” a base de ginebra y algo de hierbabuena. Comimos caracoles (qué delicia como los hace Doña Lena) y picoteamos poco más. Y me tumbé entre dos sillas azules de madera mecido por el Mediterráneo mientras que, pasadas las siete, el sol ya combatía contra alguna nube. Me desperté acurrucado a las ocho y media de la tarde. Tomamos vino blanco entre risas y nuevos palabros, como un “Molt iat” que amadrinó Paloma. Hablamos en élfico y de la posibilidad de traerse una traca o una vaquilla al barco. Hablamos de cien mil cosas y anduvimos perdidos entre la Osa Mayor y Orión, contando estrellas contra la noche, Leo, Pablo y servidor… Me mecí en la cama y dormí como un niño…
En el barco encontré a Ali un año después y a Leo. El resto de la tripulación apareció de madrugada. Primero Vitín, luego Paloma. Y al rato el joven Pablo. A ciencia cierta que no sabía quiénes íbamos en la travesía: aparecieron horas después Paloma y María, las hermanas jóvenes, hijas de Paloma. La tripulación ya estaba al completo… Las horas de viaje comenzaron hace ahora algo más de un día, e intento planificar mis horas de ocio sin triunfo. Al final, dejo algún pensamiento meciéndose en el cielo, o entre las olas de un mar azul sueño que se contagian de mi futuro. Ibiza, una vez más, es la solución perfecta. Y aquí, escribiendo mis líneas de hoja perdida desde este enclave me siento el escritor que nunca fuí y que se deja llevar por los anhelos inconscientes de su propio destino. El mío está esperando a la vuelta de la esquina, pero aquí las esquinas son de roca recortada y peñascos increíbles. El sueño de Ibiza volvió a mí. El sueño del que siempre acabo despertando…
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