Se me fueron los días. Hoy escribo desde el hogar saturado de poniente rebajado a presión por el chorro del aire acondicionado, que incondicionalmente me abanica. Pasaron los días de verano a los que les cantó Amaral y me vine a tierra, a Sarrión, luego a Valencia, pasé por Benafer y Almenara. La casa hoy marcó 39 grados. Y me vine al blog pensando que lo tengo congestionado y que me quedaba por cerrar un capítulo. El último de la travesía ibicenca de 2011. Probablemente, como anoche estuve en Paterna en el concierto de Dani Martín y me reencontré con Gueguel y Luis, con Leo y su abrazo (además de estar la hermana y cuñada de Luis y la pequeña y siempre risueña Mireieta) hoy vengo con la resaca de mar salada a cuestas y con intención de acabar las líneas que sé que os debía. Vaya por delante, ahora, el final de un cuaderno de ibizácora que se escribió entre muchas horas de calma, relax y risas. Qué bien vinieron aunque ahora huelan a lejanía absoluta...
Estoy en el aeropuerto de Ibiza. La calor del asfalto se cuela entre las baldosas y me deja en soledad sentado dos horas antes de que abran la facturación. Llegué al aeropuerto desde Ses Salines directo en dos autobuses que menearon la sangría de champagne con que puse punto y final al viaje. Belén, Leo, Alicia, Gueguel y Luis se quedaron para recibir a Raquel y Pablo. Calculo que por entonces Raúl ya habría resucitado. Miré mis billetes y la novela que no empecé, Los pilares de la tierra. Saqué la libreta y si apenas esbocé algo. Necesitaba algo de actividad porque mis padres nunca me enseñaron a estarme quieto. No sé tampoco si lo intentaron.
El día anterior nos habíamos levantado en la mar serena. Formentera abría su paraíso infernal a nuestros caprichos. Recorrimos el litoral e hicimos un tentempié cruzado S'Espalmador, más allá. Subimos a la zodiac y fue la fiesta, la más completa. Nos fuimos todos embarcados a Sa Savina a la búsqueda de hielo y cervezas, yo tinto de verano, bajo el calor sofocante. Hacía poniente, como hoy que escribo, porque el agua del estany era caldo puro. Me quedé a remojo cubierto por aquella sopa transparente y nos regresamos con la mayor fiesta que tuvimos, barco a barco, canción a canción, convirtiendo la isla en una fiesta a la que todos querían apuntarse. Fue un momento mágico, especial. Un subidón de adrenalina en mitad de la mar que nos contagió por completo.
Llegamos al Nolán y no hicimos pie. La zodiac nos empujó hasta la playa, cayendo ya la tarde. Primero nos encontramos una fotógrafa, o si acaso nos encontró ella, en un periplo propio de un capítulo de Callejeros. Hubo risas y ratos. Muchos de unas y de otros, afortunadamente, haciendo que el día, mi última noche, se convirtiera en un festín. Regresamos pasada la tarde entera al barco. Hubo duchas y pausas. Fotos descargadas, si acaso algún renglón. Y Raúl, Belén y Leo se dejaron acariciar por la cazalla mientras prepararon una exquisitez de pollo quemado a la brasa. La noche la cerramos con pechugas y patatas, algo de conversación y un manto cubierto de estrellas...
Se fue cayendo la noche y el día amaneció con su color de despedida. Sabía que el regreso a Ibiza iba a convertirse horas después en el regreso a la monotonía y la vida normal, para la que me traje recargadas las pilas de esta vida que empujamos cada día. El barco surcó la mar hasta Ses Salines, dibujando en el horizonte el Jockey, el Malibú,... Nos quedamos a echar el día anclados a pocos metros de la arena y después de comer nos fuimos hacia tierra. Principio de despedida. Pero como sucede cada año con Ibiza, principio de regreso: preparando las naves para el futuro. Al año que viene hará diez que veraneo en la isla blanca. Debería de organizar una expedición especial para tan magno aniversario.
Al acabar de comer, me sorprendieron mis amigos con dos regalos. Un foulard rojo, Luis y Gueguel. Un reloj morado, Leo. No sé si fui lo suficientemente agradecido porque llevado por la sorpresa me quedé en silencio. Les dí las gracias y pensé que soy más afortunado de lo que creo (todavía). No por un pañuelo y un reloj, por tener gente alrededor que me sigue queriendo, aunque a veces yo me empeñe en no enterarme. Como una metáfora me dejaron agarrado por el pañuelo, atado al tiempo del reloj, pensando qué habrá mañana...
Nos hicimos la sangría en la costa. Hubo varias. Dos o tres, de verdad que no lo recuerdo. Al rato cuando empezó a hacerse la hora, indagamos Luis y yo si habría taxis para volver a la civilización. Al final nuestra solución fue un autobús. Ahí despegué. Antes que en el aeropuerto, cuando con la felicidad chispeante de mi despedida empecé a soñar por las salinas hacia adentro... Fue el mayor momento que tuve en tierra, entre aceras y asfaltos, bajo farolas y entre casas. El regreso a la normalidad, el sueño y las ganas de volver a Ibiza, la gratitud llena de recuerdos y de risas, de ausencias también, de cosas que perdí y que gané en un año que enterré entre las aguas molidas por el motor del Nolan...
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