martes, 9 de agosto de 2011

Cuaderno de Ibizácora (VII): Mar de fondo



Que alguien anote sobre su libro negro de la venganza este momento porque será para odiarme. Escribo estas hojas perdidas desde la popa del Nolan. Cae el sol frente a mí, mis manos y el teclado, en continuo vaivén de un borneo abarajando, se confunde a las 20.37 hora en que sobre S’Espalmador, el paraíso de Formentera, está cayendo el sol. No sé si volverá a existir un paisaje de esta delicia nunca ni creo que lo hubiera de tal belleza. Es un retrato absoluto de la paz, de la serenidad, de la tranquilidad,… El agua, como un chorro indefinido, choca en la popa del barco. No hay mayor sonido, alguna música a lo lejos y el grito de unos adolescentes que difumina el enorme balón que se muere frente a mí. El cielo está absolutamente despejado, se desdibuja como una muela emergente Es Vedrà en el horizonte último y se cae rodeado por un cielo descomunal de azul tímido alrededor de una corona amarillenta que acompaña al sol en su último suspiro. El mar, vals acompasado de azules, negros y grises de un mismo tono, baila su ritmo al compás de un atardecer al que los barcos le entregan su popa.

Anoche fue, sin embargo, el infierno de un paraíso. El susto arrítimico de una marea libre batiéndose crudamente contra nuestro cascarón de nuez. Alrededor de las ocho de la tarde, estando en Cala Llonga, después de un guisado de carne, una siesta de dos horas y un café para estudiantes en exámenes, el mar batió su fondo a fuerza contra nuestro equilibrio. Y hubo una guerra sin parangón hasta ahora entre el Nolan y la mar. Nos atamos a la proa, con la diversión inocente al principio de la sorpresa desatada por el mar de fondo. Comenzaba la batalla. Nos unimos casi todos, de esta tripulación rejuvenecida a base de risas, frente a una mar que, incansable, nos sacudía, arriba y abajo, a estribor ahora y babor después. Al revés a ratos. Las olas subieron por encima del metro. El barco se hundía contra ellas como un estoque furioso contra la piel de la mar; se sacudía de nuevo y alzaba en su último suspiro una remontada gloriosa hacia un cielo que, cada segundo, se mostraba más oscuro y cubierto. El viento se encargó de todo, sin dejar descanso, en cada embate, cruzando el cielo contra la mar y al revés. Ahora a estribor, golpe por babor. Arriba y abajo, entre sacudidas de temor y negritud absoluta. Cayó la noche y con ella se perfiló aún más la batalla. Comenzaron los mareos y las cavilaciones, el saber que habría poca tregua durante la noche y que dependíamos de que la providencia se anclara en nuestra cala sin calma para pasar la noche. Nos organizamos sin orden ninguno para cruzar la madrugada, sabiendo que nadie podría dormir en condiciones, para controlar los muros agrestes que cincurcidaban Cala Llonga, sin que la nave les embistiera, en momento alguno. Por eso, casi sin pensarlo, aparecimos de repente los siete bajo mantas y frente al aire fresco de las primeras horas de la noche, compartiendo un trozo de pan, y haciendo cábalas en silencio sobre cuál sería nuestra fortuna de ahora en adelante. Se deshizo el tiempo. Se cayeron las manecillas de los relojes que apenas si adelantaban algo. Las doce de la medianoche nos parecieron las tres, acompañados por una increíble selección de música en la radio, única compañera de los improvisados polizones de proa. La una tardó en llegar y más aún las dos. El mareo era continuo, los embistes salvajes se domesticaban a ratos, pero las nubes cubrían todo el cielo y si apenas dejaban entrever alguna estrella. Al rato, la maraña de nubes se disolvió y el universo, ante nosotros, se quedó como testigo mudo de la noche, con su luna de iluminación exacerbada y el tintineo lejano de los aviones que ora llegaban ora se iban… Yo caí en torno a las tres de la madrugada y a las cinco regresé a la proa. Había acabado compartiendo la noche con Raúl y Belén que se había ido poco antes. Alicia, Gueguel y Luis se resguardaban sin pestañear en el comedor de la embarcación y Leo, capitán infatigable, hacía como que dormía en el puente de mandos. Cuando volví a salir la noche se había dejado algo de frío en la refriega y el viento era menor. El mar de fondo seguía haciendo y deshaciendo de las suyas. Pero las mantas eran insuficientes: dejé a Raúl con Belén y Luis viendo apagarse la batalla y desperté pasadas las siete y media con la sensación de haber despertado cien veces o de no haber dormido ninguna. La noche fue larga. Lo comentamos todos entre risas siendo la mañana siguiente, cuando comprobamos qué cierto es que pasada la tormenta, siempre queda la calma.

Son las 21.02. Leo sale de una siesta con la que hemos reventado la noche. Salimos a primera hora, casi en silencio de Cala Llonga, atravesamos los Freus y alcanzamos S’Espalmador, en Formentera. Todo es casi una calma absoluta, una balsa de aceite. El sol del atardecer ya se ha caído formalmente. Empiezo a tener algo de frío envuelto en la brisa y la noche que se anuncia es bien distinta a la de ayer. Lo de anoche será una anécdota más vivida en familia, en equipo, con lo que es impagable. El sol ha hecho justicia contra nosotros por la mañana. Con la zodíac nos acercamos a la orilla de la playa para echarnos un tentempié de los que te mantienen tumbados. Belén, Raúl y yo nos hemos perdido entre los caminos de los barros para embadurnarnos en un fango gris oscuro. Nos hemos secado persiguiendo el perfil del paseo, del camino, del atajo, de la mañana… Hemos descubierto a Ana Rosa Quintana como vecina de destino, esta playa de paraísos lejanos y nos hemos ido a Sa Savina con media hora de traslado en la zodíac, unas cervezas y todas las risas que nos cabían y que guardamos de anoche. Regresamos de nuevo al Nolan. Si hubo un intercambio de ideas y una siesta. En la proa me mecí, como un niño acunado, mucho más ligero y tranquilo. Me desperté para ver atardecer, para acompañar el sol amarillo y anaranjado irse contra la mar. El agua, tranquila, se va hacia el horizonte y todo se desdibuja entre nubes claras, amarillas, naranjas levemente y gris ceniza. Arriba, el cielo. Y yo aquí, mecido, a punto de cocinar unas torrijas y previendo que la noche, hoy, se moverá con otras aguas menos turbulentas…

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