La grandeza de esta muerte es que ninguna resurrección llegó nunca tras ser arrasada por el fuego. La bendición de esta fiesta es que, ardiendo, es capaz de lanzar a la llama eterna todo lo alcanzado, todos los triunfos y también los fracasos. Nada sube ni baja más allá de la llama y las cenizas, nada existe, porque con una irremediable sensación de orfandad, los falleros hemos aprendido que nada somos y que como energía tendemos a cambiar y a estar en continuo movimiento, pero la fiesta, sepanlo, ni se crea ni se destruye. Por mucho que algunos le den con brío.
Nada se resiste al extraño embrujo cautivador del fuego. Un enamoramiento convertido en pasión desbordada por estos rincones del mundo, para sorpresa y alarma del resto del mismo. Nadie entiende porque los valencianos trabajamos con esfuerzo lozano todo un año, empujando nuestra maestría absoluta a la desaparición de todo aquello que arde. A veces, ni yo mismo, tan loco enamorado de la fiesta, alcanzo a entender qué nervio nos lleva al borde de esta locura, pero reconozco que, plantado ante la llama gigante, nada alcanza con tanta garra el ánimo de mi corazón.
Nacimos para morir, para ir viviendo. Y la falla, como arte y como fiesta, no deja de ser una metáfora primaveral de vida y muerte. De ir construyendo para desaparecer, de ser volátiles y etéreos. De ser vaporosos, como el propio humo.
Y no hay más. No busquen ustedes en la fiesta brillos ni oropeles, relumbrones ni verdades absolutas. Los que a las fallas lleguen con intención de relumbrón se equivocaron, porque es tan fugaz el fuego, que caducan con él las bondades, las generosas dulzuras, las tiernas mansedumbres y las perversas maldades. Todo aparece y desaparece con el fuego. Y esa, más no otra, es la grandeza absoluta de la mejor fiesta del mundo...
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