viernes, 23 de marzo de 2018

LOS BOTECITOS DE GEL

A mamá siempre le ha gustado quedarse con las pequeñas botellas de gel y champú de los hoteles, los peines y esos cepilla-zapatos diminutos que nunca usamos nadie. Quizá por eso, porque los hijos nos parecemos a las madres, cada vez que he volado lejos de aquí, he recogido paciente los botecitos de cada día. A veces, no lo niego, pensando en la señora que venía a hacer la habitación y en qué pensaría, si diría de aquel huésped que es un tacaño que repela el baño cada día... Pero luego, siempre pienso que entre el alojamiento y el desayuno cada bote está pagado. Cada toalla. Cada sábana. Y si me pongo muy rebelde pienso: "¿Y qué más da?". A mi madre le encantará que yo llegué del último viaje y además de algún souvenir, un imán o un pañuelo, le diga: "Mira mamá, los botecitos de gel y champú que tanto te gustan". Ella sonreirá y se los quedará. O me dirá que se los dé a mi hermana. Y yo le digo: "Oye, que yo los cogí para ti". Y se los quedará. O se los dará luego a mi hermana cuando yo ya no esté... Uno de esos que cogí para ella apareció hoy en mi ducha. Lo vertí en mi mano y lo mezclé con abundante agua entre los ojos cerrados. Sentí el aroma y pensé: Mallorca. Y me vi tres años atrás, en la deliciosa habitación del Balanguera. Me paseé por la lonja marinera y mediterránea. Por ese centro desbordado al mar que son la Catedral y me quemé con el sol que, a ráfagas, cruzaba el autobús que me llevaba tan solo a Cala Major. En aquel viaje tomé unas cuantas decisiones... no sé cuantas he cumplido. Pero mientras la espuma caía en la ducha, volví a sentir aquella paz entre helados, aquellos caminares en soledad, aquellas sensaciones de tranquilidad y calma que creí que había perdido... Y fue maravilloso. Deliciosamente pequeño y maravilloso.

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