martes, 6 de febrero de 2018

AQUELLOS DÍAS DE VERANO


La lluvia tiene una melancolía absoluta para regar la ciudad. Las nubes oscuras, los cielos apagados, los tejados mojados nada tienen que ver con el brillo y el esplendor de esta tierra. Valencia es barroca, exagerada, exacerbada, excesiva. Y el gris manto que todo lo cubre nos aplaca y nos destruye sin misericordia.

 Estamos acostumbrados a los cielos abiertos, las nubes blancas o lejanas, las temperaturas siempre de un verano que nunca acaba y que nos mantiene felices. Porque aprendimos desde pequeños que el estío era el recogimiento de los buenos recuerdos y los tiempos felices compartidos año tras año. Así la vida, nos enseñó luego que existen las tormentas del otoño y los fríos gélidos, helados, que desangelan al corazón cada invierno. Y una primavera, de vez en cuando, un resurgir. Porque la vida es eternamente inteligente, perspicaz, sencilla… y bella.

Nunca un invierno duró los mismos días como nunca una rosa vivió dos primaveras, ni una juventud dos veranos iguales… Y así, con esta lluvia fina que todo lo azota, nos condenamos a mirar al suelo. A caminar deprisa. A encoger los hombros, como si no viéramos más verano por delante. Como si todas las estaciones se hubieran cerrado para nuestro tren.

Miremos hacia arriba. Miremos al cielo. Dejemos que la lluvia repique contra nuestro rostro como gotas de rocío cada mañana y sintamos esa libertad que lo envuelve todo de un azul prodigioso al otro lado de los nubarrones que solo hoy somos capaces de ver… Porque todo, y también en los días de lluvia, esconde un verano detrás.

Como aquellos años de infancia donde paseábamos las vías del tren y creíamos que íbamos a amar para siempre…

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