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Anoche tuve festival. El jueves lo cerré con una reunión arreglando papeles para una subvención y el viernes me dediqué a mis labores. Comí en el Zen, que es un paraíso donde se esconde el placer de los manjares. Y hablamos, conversamos y nos pusimos al día Don Miguel y servidor, que siempre se agradece. Regresé a casa andando, unos cuatro kilómetros, para disfrutar de un sol de tormenta y unas gotas de lluvia acompañándome al móvil. Organicé algo el hogar, me tumbé en el recién sofá (y casi caigo dormido) hasta que me despertó el teléfono. Ducha y ropa: cena de despedida de María Poveda.
La noche fue un escándalo, una risa. Veinticinco alrededor de la mesa; lo dije: últimamente las cenas se han convertido en un trámite. Nos fuimos a Matisse y estuvimos hablando, bailando y cantando hasta que cerraron. Caminata entre risas y con el coche a la Betty. No hará falta que lo diga: hasta que nos echaron. La claridad lo invadía todo cuando el taxi me llevó a casa. Me siento frente a internet y me pongo al día. Luego, a dormir. Hasta que me desperté y cociné algo. Capítulo de Aída (¡qué buenos son los guionistas, diantres!) y ahora, algo de limpieza hogareña, chill out ibicenco, unos inciensos del Tíbet y a cenar una vez más. He quedado con Angelita y con Mabelón. Concierto de Tamarit y bamboleo al Cyrano. Ya os contaré...
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